La huída no ha llevado nunca a nadie a ningún remoto lugar. Transcurría un lejano y solitario otoño, una flor de loto había crecido en el jardín de la señora, justo en el lugar donde el barro se resistía.
Pasaban los meses y el mayordomo no podía encontrar la forma de acercarse a ella. Se sentía extranjero frente a esa mujer.
Blanca de piel, la vio un día cerca de la flor de loto, roja, a pesar del otoño y el barro. El mayordomo, entonces, casi como una obsesión, hizo cambiar todas las flores del jardín por flores de loto, cortando antes esa flor, solitaria y lejana, para dársela a ella y poder por fin de una vez y para siempre.
Aceptó la flor y se convirtió en un fantasma hasta que cada día, cada hora, se sintió un demonio disfrazado de mujer.
Así llegó el verano, tormentoso, como el olor en las sábanas blanquísimas, el momento de la huída, la hora de servir el té.
Transpirando llegó a la habitación de la señora, de inmediato se abrió y ella, de piel blanca, lo hizo pasar; el pútrido olor derrumbó sus sentidos.
- Acá lo que te prometí, mi corazón, podés seguirme si querés.
Parado frente a la cama la observó, miró a los costados y ya estaba solo con el cuerpo. Aceptó acompañarla. Muertos los dos, los dos cuerpos uno sobre otro, decidieron vivir en un árbol varias veces centenario, un Kápok, que crecía a orillas del río.
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