Nos avisa el prólogo de tu libro El vespertillo de las parcas (Tusquets, 1997), luego leo una reseña que hace el escritor Alan Pauls sobre ese mismo libro donde postula tu idea de la poesía como “un Tiempo Cero: una pura suspensión” o el “intervalo entre dos catástrofes”.
En ese fin de las sensaciones, en ese vacío, se encuentra el poeta con un oído absoluto que le dicta voces de la infancia, sonidos, balbuceos.
En esta elección de la escritura mínima sostenida en varios de tus libros encuentro una incomodidad nunca manifiesta de hacer una descripción del presente con todos los sentidos. A raiz de todo esto es que paso a plantear dos cuestiones: la primera es saber como describirías un día tuyo (si es posible hoy o ayer) sin entrar en ninguna retrospectiva. Si este ejercicio se hace muy tedioso la segunda cuestión sería explicar el porqué de esta imposibilidad.
Digo devoción en el sentido más puro, que es aquel que para mí le imprimió Rimbaud en el poema llamado Devoción. Porque el poema, todo poema verdadero y todo libro de poesía es una estructura devocional. Nos habla de lo que anhela el otro, pero de lo que anhelan también sus dos palabras que reúnen. Todo poema es un secreto, mínimo, instantáneo, conciliar. Aunque cuando digo “tiempo final de las sensaciones, intervalo entre catástrofes” parezco un augur con las peores predicciones. Todo lo contrario: el tiempo de los niños, la cantata de los adolescentes, son piezas musicales y al mismo tiempo podrían ser mis eslogans. Las sensaciones ya no son sino la sensación, eso que es como un común denominador de las mismas y que Deleuze llamó: ritmo. Allí está todo. Lo había anunciado Mallarmé cuando dijo que el poeta es un nudo de ritmos, prosa y poesía son un nudo de ritmos que el desató para propiciar la felicidad de la escritura en nuestra época: una especie de literatura total donde estamos inmersos.
“encuentro una incomodidad nunca manifiesta de hacer una descripción del presente con todos los sentidos...”
Ninguna incomodidad. Tampoco utilizo todos los sentidos. Convengamos que así como los lingüistas describen un habla interna y una externa, nosotros podríamos llegar a admitir una escritura interna y una externa. Ahora bien, en esa “escritura externa” mía, no hay sentidos, hay apenas palabras escritas, signos casi rupestres que anhelaría que fueran preverbales. Por otra parte en mi “escritura interna” sí los hay, pero se resumen en eso a lo que hice referencia hace un momento: el ritmo. Creo en él como sustituto de los sentidos. Apoyo en él mi fragilidad de ritmador, mi endeblez de “poeta”. Hablar de sentidos, salvo que lo hiciéramos acaso con la precipitación e inocencia con que los definieron los poetas antiguos, con esa ignorancia tan discreta y eficaz, ya no me gusta, o me gusta mucho menos.
Un día mío basado en tus suposiciones debería de ser como el día del caballito de mar: expuesto a todas los infinitos escrúpulos del agua en sus sentidos. Lo han descripto como el más sufriente, el más influenciable a las variaciones físicas y termodinámicas... En fin, el día mío sería casi como el de Maldoror: expuesto a todos los desafíos, a todas las perdiciones. Sin embargo, sin entrar en ninguna retrospectiva, como vos me pedís, me gusta decirte que mi día es muy trivial. Pero son sus momentos de intensidad los que me salvan de la rutina. La intensidad de un instante puede volver singular la rutina de un día. La famosa frase de Saba: “Los poetas tenemos los días contados como el resto de los hombres, pero qué variados se nos hacen” tiene plena vigencia en mí, cada día. A veces incluso me la recuerdo a mí mismo, como una plegaria para no soslayar el afecto, la pasión del día. Esa plegaria contiene la amenaza de la muerte, la variedad de la costumbre, y la comparación poetas-hombres, el enfrentamiento genérico, como si no perteneciéramos a la misma tribu, aunque tengamos que volver más puras las palabras.
Parte 1
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