Por Maximiliano Tomas, para el diario Perfil del domingo
Sube la nafta, suben los cigarrillos y, por supuesto, suben los libros: cualquiera que haya entrado a una librería en las últimas semanas habrá notado que la barrera de los treinta pesos del último año acaba de ser superada, y que ya son pocos los libros que están por debajo de los cuarenta.
Así, el mercado editorial sufre los vaivenes de la macroeconomía, aunque también se tambalea al ritmo de su propio desconcierto: vaya uno a saber por qué –aunque finalmente de manera afortunada–, el nuevo libro de Fabián Casas, Ensayos bonsai, apareció días atrás con un precio de 41 pesos, aunque por razones no explicitadas acabó vendiéndose a 34. ¿De qué se tratan estos ensayos bonsai? De textos que el autor de poemarios míticos como Tuca y El salmón, y de nouvelles y relatos como Ocio y Los lemmings y otros fue entregando aquí y allá a publicaciones, revistas digitales y blogs, y que acaban de ser reunidos en un solo volumen. Aquí están, entonces, los tópicos que desvelan a Casas, sus zonas de interés, que también están en sus relatos, pero ya no expuestos al particular ritmo de la narración sino del pensamiento: la música (Pink Floyd, Led Zeppelin), el fútbol (San Lorenzo, la Selección), la literatura (Zelarrayán, Aira, Cortázar).
A principios de 2007, en la revista Otra Parte, Alan Pauls dedicó un texto a analizar la obra de Casas, a la que enmarcó dentro de la corriente de “la literatura social, la narrativa de barrio, el neocostumbrismo”. “Ficción chabona”, decía Pauls, que “no se goza de la cultura, sino que goza a la cultura”. Pero si Pauls, equivocado o no, esboza su tesis en referencia a su literatura, en estos ensayos podemos ver que aquella es sólo una máscara engañosa. Porque es evidente que Casas (que lee bien, que estudió filosofía, que viajó por el mundo) es una máquina de triturar y mixturar alta y baja cultura, y que no hay nada más alejado del chabonismo, del rock barrial y de la discusión de esquina que sus reflexiones sobre vida cotidiana y literatura, donde para hablar de The Beatles o Los Redonditos de Ricota hace karate con armas poderosas como sus lecturas de Faulkner, de Spinoza, de Wittgenstein.
Lynch, Borges, Vonnegut van desfilando por las páginas del libro. Casas arriesga: “La mayoría de los grandes artistas son de derecha. Mejor dicho, la derecha parece escribir (o pintar, o componer) mejor que la izquierda. Francamente, un artista es alguien en quien no se puede confiar”. O escribe: “Nosotros somos un país serio que se pone serio para vivir un Mundial. Y en cambio nos comportamos como imbéciles a la hora de tener que resolver situaciones desesperantes”. Casas ni goza de o a la cultura aquí, sino que goza y padece con la cultura.
Tiempo atrás hablaba con un amigo escritor acerca de los cuentos de Casas, y le decía que me parecían directos, simples, sin matices. Pero a mí también me había engañado la máscara: luego de una atenta relectura noté que lo que había ponderado como defectos no eran más que virtudes, como si se pudiera atacar los relatos de Carver o de Chéjov por su aparente simplicidad, que no es otra cosa que eso: aparente. Una última cuestión: éste es otro libro hecho en base a textos publicados previamente en Internet. Pero la sensación final no es la misma que luego de las frustradas experiencias de cambio de soporte de Hernán Casciari o Melissa P., donde la respiración y el pulso virtual del blog –que se constituyen como elementos esenciales– quedaban truncos en papel. ¿Cuál puede ser la diferencia? La respuesta, creo, no está volando en el viento sino, más bien, en la figura del autor. Tan discutida y criticada, aunque aún válida para cuestiones como ésta.
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