Desde los conservados en lava de Pompeya hasta los del metro de Nueva York realizados por ocasionales “writers” en los ‘60 hasta los emblemáticos del Mayo Francés, los graffitis han consolidado una forma de expresión alternativa y de copamiento de los espacios urbanos, por demás significativa.
El graffiti es ante todo un gesto si se quiere, político. Implica entre otras cosas poner en el espacio público lo públicamente vedado (lo escatológico, lo amoroso, las denuncias, las sentencias, las consignas, todo a consideración de la ciudad y de sus habitantes como lectores) y cuestionar (mediante el gesto de la violación) la propiedad privada. Todo esto repensando el soporte de la escritura y del escritor: de la hoja en blanco, esencial y apolínea, a la puerta del baño de un bar, la pared con lajas del vecino o la reja de una concesionaria de autos; y de la “pluma escribiente” al aerosol, una trincheta, un encendedor o incluso la uña. Una escritura que exige, necesariamente, poner el cuerpo. (Cuántas desenamoradas agarraron una lata de Albalatex marrón y plasmaron con furia “PABLO POR FIN LOS SEPARÉ BOLUDO”).
De vuelta en Bahía, se quedaría pasmado con los mensajes moralistas del grafitero anónimo tales como SOMOS ESCLAVOS DE NUESTRA PROPIA APARIENCIA en peluquerías o gimnasios, o los del Comando Vegetariano de Salvación Animal que insta a la población a no comer carne con pintadas frente a las carnicerías céntricas SI A LA VIDA NO COMA CARNE. Y ni hablar de la Universidad y el famoso pedido del enardecido amante: SABOTEAME EL TESORO.
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