Por Matias
Madrugué una mañana
Madrugué una mañana
Una ronda de nenitas, siete. Sus almas, digo, sus ojos grises, a veces, sus dientes afilados, otras no. Siete nenitas, vistas desde el cielo forman un círculo casi perfecto, una mano con otra, con otra y otra vez la primera que canta con su voz infantil
en el mes de abril
en el mes de abril
Anidan sin saberlo, las siete, tan chiquitas, juegan, y cantan en ronda
encontré a mamita
encontré a mamita
regando en el jardín
regando en el jardín.
Yo le dije a mamita
yo le dije a mamita
si gusta venir
si gusta venir
yo soy buena moza
yo no soy buena moza
ni lo quiero ser
ni lo quiero ser
porque las buenas mozas
porque las buenas mozas
se echan perder,
se echan perder
Después reían, mientras un viento cálido bajaba del cielo.
* * *
Era (o fue) un pueblito perdido en alguna llanura larga, de un marrón poco fértil y horizonte difuso. Calles de tierra, casas bajas de viejos ladrillos que daban la sensación de ser eternas. Los únicos paisajes eran el Lago Tlalac y a veces los dragones; paisaje y a la vez sustento, en todas las estaciones del año proveía de alimento a la pequeña población.
La huella llegaba hasta un gran árbol, un centenario Kápok, puerta de entrada y salida, luego se perdía en los caminos. El pueblo no tenía nada de pintoresco, ni siquiera se lo podía calificar como un pueblo fantasma, simplemente estaba.
No había, casi, ancianos, cosa extraña, y las mujeres, para qué contarte, se dice cada cosa de las mujeres...
* * *
Las mujeres son del diablo
parientes del gran demonio
nosotros los varoncitos
hijitos de San Antonio
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